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No será la Tierra de Jorge Volpi
Por Alejandra Costamagna
Hace poco más de un año Jorge Volpi fue invitado a un congreso de literatura en Corea, junto a una veintena de escritores de distintas nacionalidades. Un par de semanas después del encuentro, Volpi escribió una columna de opinión. Y se aplicó entonces en la tarea de definir a los asistentes al congreso de acuerdo con los tópicos de cada uno de los países de origen: la alemana severa y estricta, la sueca diligente, el argentino presuntuoso, el estadounidense naif, los fran- ceses engolados, el rumano tenebroso, la británica aguda y así. Para él reservó, claro, la modestia: “Imagino”, escribió en la columna, “que todos ellos me ven como el típico mexicano aquiescente y perezoso”. Sin embargo, Volpi andaba viajando por esos días con el manuscrito de la novela en la que había trabajado los últimos años –el tercer y último tomo de su trilogía sobre el siglo XX– y que, lejos de mostrarlo como un tipo aquiescente y perezoso, muy pero muy lejos de eso, delataba al mexicano más aplicado, documentado, riguroso y agudo que había pisado Corea del Sur en el último tiempo.
De hecho, Jorge Volpi nunca había estado en Corea (ni del Sur ni del Norte), y sin embargo la novela (No será la tierra, que entonces era un borrador y hoy estamos presentando en Chile) tenía en su multi- tudinario elenco a un personaje de nacionalidad coreana como una de las piezas finales y fatales del puzzle narrativo. Volpi no había pisado Corea, pero ya dibujaba los posibles estilos de un coreano anónimo. Un coreano que en la novela no es más que “el coreano”. Y que pro-tagoniza escenas claves como esta. Cito de la página 494: El coreano la recibió vestido con una bata púrpura; sin preám-bulos, le hizo una seña para que se desnudase. Oksana lo hizo con parsimonia, sin timidez, como si fuera a darse un baño. Apenas temblaba. El coreano se acercó a ella, olisqueó sus axilas y su sexo, luego acarició o más bien palpó sus muslos, sus pezones y sus nalgas como si examinara a un caballo. Sus dedos eran largos y fríos, pero el resto de su cuerpo poseía una tibieza dulce, casi femenina. Oksana no podía resistirse. Era la primera vez que iba a acostarse con un hombre. El coreano se detuvo a observar las cicatrices de sus muslos y sus antebrazos, sin comprender su significado. Medía las llagas con la punta de los dedos como si aún estuviesen abiertas. Sólo entonces la llevó a la cama.
Volpi no necesitaba estar en Corea para estar en Corea. Volpi no nece-sita haber presenciado la caída del Muro de Berlín ni el golpe de Estado contra Gorbachov ni el ascenso de Yeltsin, ni la guerra bacteriológica ni el Proyecto Genoma Humano ni la Rusia capitalista para hablar con propiedad y precisión milimétrica de los grandes hitos que marcaron la segunda mitad del siglo XX en el mundo. El método Volpi, por lla-marlo de alguna manera, consiste básicamente en la documentación acabada, en el conocimiento enciclopédico, minucioso, racionalísimo, sobre el que construye su colosal universo de ficción. “Todos debería-mos saber algo de ciencia”, ha dicho el autor. Y, cómo no, ha puesto todos sus créditos en una novela que cruza la ciencia, la política, la ambición, el poder, la historia, el crimen, el mal, el azar, la voluntad y la historia con mayúsculas en un juego de fuerzas que van desde Chernóbil hasta la sustancia de la vida, desde la adolescente rabiosa hasta la brillante científica adicta al Prozac, desde el disidente ruso hasta el escritor celópata, de Stalin a Bush, del barrio de Kreuzberg a las hamburguesas del McDonald’s, de los apocalípticos furiosos a los fanáticos integrados, de la euforia al desconcierto, del desconcierto a la vergüenza. Y así, y así. “¡Cómo desearía no ser el narrador de esta historia, de este cúmulo de historias –de accidentes–, y desvanecerme sin dejar vestigios de mi paso por la Tierra!”, se lamenta el narrador en la mitad de la novela. Y más adelante precisa: “Tal como ocurriría en Chernóbil nueve años más tarde, la fuga de bacterias en Svérdlovsk, bastión de hielo, había sido un accidente. ¡Un maldito accidente, como todo lo que ocurre en esta historia”. Eso dice el narrador. Y así es exactamente: No será la Tierra es, en síntesis, una historia sobre una sucesión de accidentes. Y sobre una sucesión de caídas. Y también sobre una sucesión de reconstrucciones fallidas. O sea, sobre la voluntad y el error humanos.
Así lo hace Jorge Volpi. Define un conflicto, un personaje, un escena-rio, un hito del siglo XX y lo congela con una frase que en adelante manejará como un apodo. Entonces presenta a Moscú, ciudad de anchas calles; Nueva York, ombligo del mundo; Washington, eje del cosmos; Kinshasa, guarida de chacales; Berlín, isla rodeada de caníbales; Grozni, ciudad fantasma; Vladivostok, dársena fantasma; Boris Yeltsin, de fuertes brazos; Mijaíl Gorbachov, pastor de hombres; Leonid Brézhnev, momia artera; Mobutu, de sonrisa hedionda; Ronald Reagan, soberano del cielo; Sájarov, hacedor de luz; Lech Walesa, conductor de hombres; Bill Clinton, seductor imperial. Y así.
Volpi, de aventurados genes, arma una historia integrada por múl-tiples historias que tienen su ancla en una etapa clave de la historia de la humanidad. Volpi cuenta el lado B de la historia, hace foco en las miserias, en las envidias, en los celos, en los excesos: en las con-ductas humanas. Y las pone frente al espejo probado de la ciencia. Así lo muestra cuando la suerte está más que echada: “Es la primera vez que una forma de vida conoce la sustancia de la vida”, resume el narrador. Y despliega lo que acaso sea la médula de la novela: “Como el resto de los seres vivos, los humanos somos simples máquinas de supervivencia, efímeros reductos contra el caos, dóciles guardianes de nuestros genes. Solo eso. Polvo y sombra. Tuvieron que pasar millones de años antes de que pudiésemos entenderlo. ¿Cuál es, entonces, nuestra esencia? ¿Cuál es la esencia de lo humano? ¿Qué nos hace ciegos, soberbios, timoratos, crueles, mezquinos, astutos, ambicio-sos, enfermizos, torvos, compasivos, deshonestos? Averiguarlo está al alcance de la mano: las respuestas se ocultan en nuestro genoma, esa enloquecida base de datos que, al menos en teoría, permitiría reconstruirnos”. Alguna vez Jorge Luis Borges habló de los libros admirables y los libros legibles, y sostuvo que no siempre coincidían ambos términos en una novela. Aquí me parece que ocurre eso: que estamos frente a una novela admirable por su densidad documental y muy legible, a pesar –precisamente– de semejante densidad documental. Qué perezoso ni qué aquiescente. No será la tierra es cualquier cosa menos pereza y aquiescencia.

Source: http://www7.uc.cl/letras/html/6_publicaciones/pdf_revistas/taller/tl41_15.pdf

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